Apps y el Profesor Chiflado

La tecnología abre la mente de todos a inmensas posibilidades. En nuestra generación vivimos  desconcertados por lo que estamos viendo  al estar inmersos en plena revolución tecnológica. Nos hemos ido adaptando a toda velocidad a cambios radicales en nuestras formas de trabajar, estudiar, relacionarnos…Recuerdo cuando aparecieron los primeros móviles y la mayor parte de mis amigos se mostraban reacios a tener uno. Para qué, decían. Qué horror que puedan llamarme en cualquier momento. El colmo fue un anestesista que me dijo que prefería que le sonara el «busca» en el metro y bajarse a por un teléfono, que tener móvil. Sobra decir cómo se han adaptado todos ellos a las enormes ventajas y pequeños inconvenientes que ha supuesto en nuestra vida la telefonía móvil.

Deslumbrados por las posibilidades tecnológicas, los Big Data procedentes de apps en  wearables y embbedables (internos) se nos presentan como la fuente de toda la información humana y no humana posible sobre salud. Aspiramos a que conociendo todos los registros fisiológicos posibles, la práctica médica se convierta en otra ineludiblemente mejor. Los pacientes grabarán todos los datos habidos y por haber, y sus médicos podremos analizarlos y llegar a tratamientos idóneos personalizados y pormenorizados.

No solo los médicos. Los propios «pacientes» podrán registrar datos sobre funciones como el sueño, a partir de los cuales serán capaces de inferir que la razón por la que aquel día alguien durmió mal,  fue que comió más de la cuenta, o hizo  menos ejercicio, o qué se yo…

Habréis intuido cierto escepticismo en mis palabras, y acertáis. Mucho me temo que somos tan increíblemente complicados y que las variables que influyen en nuestra fisiología son tantas y tan complejas que será muy difícil sacar las conclusiones a las que aspiramos.

Siento que estamos inmersos en una carrera por inventar todo tipo de apps para registrar datos sin saber realmente si servirán para algo bueno o no. Podrían tener un gran lado oscuro. Y además confieso que me da un poco de miedo lo que me iba a costar convencer a ciertos pacientes de que no encontrarán necesariamente una correlación directa e inmediata entre su ingesta de sal y su tensión arterial, o su pérdida de peso y otras variables.

De todos modos, creo que aunque no es oro todo lo que reluce, puede haber magníficas posibilidades. Un ejemplo en el próximo post 😉

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